martes, 3 de abril de 2012

Sabina, nota de tapa del Nº 0


El hombre que sabe jugarse la boca


Sus mejores tiempos han quedado en el pasado. Incluso aquellos de borracheras interminables, en los que cerraba bares madrileños con la misma frecuencia con que componía himnos populares de la canción en español. Hoy (y ya desde hace un tiempo) el desnivel de su perfil tiene como misión sólo respirar aire puro y se esmera más de lo que demuestra en mantener filosa y al acecho esa voz rota, escofinada, característica ineludible de este poeta de barrio que ya no puede caminar por la Argentina sin sentir el fanatismo (desmesurado, peligroso) de sus fans. Llamémosle el flaco calavera, el sinvergüenza, el poeta, el músico, el mejor amigo de sus amigos, el de la lengua punzante, la carcajada fácil y el verso a flor de piel. Digámosle Joaquín Sabina, a secas.  
A sus primeros catorce abriles, los Reyes Magos pasaron por Úbeda, en la provincia de Jaén, y le dejaron una guitarra. Su amor por la música se confundía junto a sus desaforadas lecturas de aquellos que lo marcarían para toda su vida: Fray Luis de León, Francisco de Quevedo, César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz y Charles Baudelaire, pero también Marcel Proust  y James Joyce. Es allí donde comienza a vislumbrarse el futuro del hijo del comisario del pueblo, en una guitarra y en un libro, pasiones que le permitirían forjarse un nombre propio a fuerza de talento, versatilidad y actitud. Mucha actitud. Tanta que quizá hoy, a sus cincuenta y trece, retirado de los excesos y lo mejor de su repertorio en el pasado, sea lo que todavía le permite mantener la vigencia de aquellos buenos viejos tiempos en que cada disco nuevo era, sin temor a hipérboles o inexactitudes, sencillamente genial.

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Sabina constituye el prototipo del hombre bohemio. Letrista eximio, cigarrillo a lo Humphrey Bogart y flacura de galgo, no es difícil imaginarlo al pie de un árbol tocando la guitarrita a la gorra, despertando pasiones efímeras y enamorando jovencitas con besos y porros. Pero no. El flaco es hoy un referente musical precisamente por saltar de esa realidad a llenar estadios, por ser quien quiso ser garabateando frases y versos de antología que, incluso en estos tiempos, se escuchan y disfrutan con placer, aunque lo mejor de sí se haya ido en un tren que pasó, aproximadamente, hace casi una década.
Hace algunos años (seis o siete, cuando presentó Alivio de Luto, su penúltimo álbum de estudio) decía que muchos lo acusaban de haber dimitido de algo cuando invitó a su casa a los principitos Felipe y Leticia, o cuando cenó con Alberto Ruiz Gallardón, ex alcalde de la capital española. ¿Adónde había quedado aquel rojo que partió a Londres en 1970, huyendo del franquismo luego de estar detenido por su supuesta participación en grupos políticos contrarios al régimen del dictador? ¿Qué había pasado con aquel ácrata que hizo el servicio militar obligatorio pero se casó con una argentina sólo para conseguir el pase pernocte? ¿Por qué se mudó de aquellos amigos que frecuentaba entre copas y mucho humo a esos otros, criados en la nobleza y la suspicacia de los cargos públicos? La respuesta es simple: Sabina es todo eso y más. Es el tipo amado con entusiasmo que no desaprovecha oportunidad para mostrarse, whisky y cigarro en mano, como el que siempre fue pero ya no es, como una caricatura de sí mismo que batalla frente al inexorable paso del tiempo con las armas que le quedan. Porque la pluma, con la que combatió el anonimato y dejó huellas profundas, ya no es (ni por asomo) la misma de antes. Aquella, que enarboló el género canción en la lengua de Cervantes al máximo pedestal durante los noventa, se observa tan lejana y tan presente a la vez que la dificultad de leer a Sabina en retrospectiva es, no obstante, necesaria, para reconocer esto que ya no es pero fundamentalmente para jamás olvidar aquello que fue, algunas veces tan vívido y presente cuando pisa un escenario.

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Sabina escribe porque lee. Su casa de la calle Relatores, en el madrileño barrio de Tirso de Molina, haría las delicias de cualquier bibliófilo. Los libros que tapan las paredes son miles. Y su capacidad de asimilación está vastamente probada, ya que esas lecturas se dejan ver en muchas de sus canciones. Su amor por el policial negro (El caso de la Rubia Platino) o su capacidad narrativa con protagonistas y personajes secundarios, en historias con nudo y desenlace (Peor para el sol, El blues de lo que pasa en mi escalera, Pacto entre caballeros) se evidencia al instante de oírlo. En sus obras las comparaciones, las metáforas, las anáforas (repeticiones a partir de las cuales construye la canción, como en Es mentira, Me pido primer, Mujeres fatal y Más de cien mentiras, entre otras), la adjetivación, la  enumeración, permiten descubrir las enormes influencias que le pesan.
En su momento se encierra hasta casi dejarse morir. El marichalazo (un ictus cerebral que sufrió en 2001 y del que salió sin consecuencias) provocó que el bello arte de la escritura lo llevara a pasear por otro camino, el género lírico, que lo conquistó y permitió que florecieran sonetos y coplas satíricas que publicó durante años en la revista española Interviú. Pero hubo tres años (hasta Alivio de Luto, su propio alivio de luto) duros. Y no “duros” como los anteriores sino terribles por su depresión, de la que fueron testigos directos sólo Panchito Varona, Antoñito García de Diego y Jimena Coronado, su joven novia peruana con la que convive desde hace 15 años.
“Me preocupa el deterioro, que toda la gente que ha llevado una vida como la que yo he llevado empieza a los 60 a tener unas próstatas y unos cánceres y unos desastres totales”, se sinceró al poco tiempo de volver a las pistas. Sabina sin soda.

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Nació el 12 de febrero de 1949, en una España que empezaba a naturalizar la dictadura franquista. No en una gran ciudad, ni en una “gran” familia, pero ser el hijo del comisario del pueblo le permitió ser el más pobre en un colegio de ricos. Su talento no le alcanzó (irónica pero verídicamente) para figurar en el libro con los hombres ilustres de Úbeda: allí están su padre funcionario, su tío maestro, su abuelo artesano y su hermano, pero no él. Aunque Sabina, obviamente, no es un tipo más, ni mucho menos el estereotipo de persona triste, fracasada. De hecho, es todo lo contrario. Tiene editados 19 discos y casi 10 libros, entre recopilaciones de letras, sonetos y coplas satíricas. Aquellos noventa fueron testigo del paroxismo del ascenso sin límites: vio cómo un artista puede superarse a cada paso, a cada obra. Mentiras Piadosas, 1990; Física y Química, 1992; Esta boca es mía, 1994; Yo, mi, me, contigo, 1996; 19 días y 500 noches, 1999. Después, el marichalazo y (de ser una película) fundido a negro.
Pero sigue en pie. Y con altura. Egocéntrico profesional, aconseja que para vivir cien años no vivan como él y se ríe. Sabina siempre se ríe. Aunque a veces toque temas delicados, deje lugar a la reflexión y suelte, sin tapujos y con similar grado de sarcasmo y verdad: “Hay que condenar todas las muertes, incluso la natural”. Contradictorio orgulloso, se reconoce “de profesión ecléctico”. Todo un caballero, asegura que el llevar sombrero está bien “por si se presenta la ocasión para quitárselo”. Irónico al punto de admitir que lo que más le molesta en la vida es saber que su madre se acostaba con un policía. Madrileño por adopción, le canta a la estación de Atocha pero también a la de Linares-Baeza, esa que lo vio partir en su adolescencia con más dudas que certezas. Justo antes de ser el que fue. Y mucho antes de ser lo que es. Todo en un mismo envase. Joaquín Sabina representa el mejor ejemplo de la psicología gestáltica: es mucho más que la suma de sus partes. Lo que fue (un artista excepcional) no necesita más que un presente como el que es. La huella ya está marcada. Para siempre. ¿Exageración? ¿Opinión arbitraria? ¿Idolatría desmedida?
Tal vez, pero está boca es mía.